Vivencias pueblerinas
Mi abuela Virginia Castillo, “Minina”, se pasó
toda su vida elaborando dulces de leche y recorría las calles de Puerto
Plata vendiendo “la tabla” a treinta centavos. Hacer ese dulce era un
ritual.
Luego lo hacía mi madre. Ya iniciando el proceso no se podía dejar de mover y tenía que ser con una paleta de madera. Cuando comenzaba a cuajar no podíamos ponerle temas de conversación, era bate que bate. Si en una movida de esa mamá hacía una “malasangre”, el dulce no cuajaba y se dañaba, y ya se pueden imaginar la amargura que pasaba. Eso sí, la “paila” o caldero, que era de cobre, no sé por qué, nos la rifábamos.
La venta de este dulce en mi pueblo ha sido una
tradición. Luego lo hacía mi cuñada Marcela Eguren de Pérez, después su
comadre Agustina, esposa del periodista Epifanio Lantigua, que todavía
los vende, y las hermanas Muma y Chicha que viven frente a frente en la
José del Carmen, que no solo venden de leche sino de jagua, coco con
piña, con batata, con leche y de naranja. Esos dulces, principalmente
los de leche, hay que comprarlos por encargo por la escasez de este
preciado alimento. La boruga que venden es riquísima y en temporada de
uvas de playa el jugo que preparan allí es una delicia, además de otros
naturales. Otra persona que hacía dulces variados era Clotilde, esposa
de Pablo el Cochero. El que más me gustaba era el de arroz. Hablando de
coches, en mi pueblo se usaban más por necesidad que por diversión.
Cuando me operaron de las amígdalas me trasladaron a mi casa en un
coche. Este tipo de transporte estaba más relacionado con las
enfermedades y a las cirugías que al disfrute mismo. Tal vez el coche
era menos peligroso que un carro, pues mi padre nunca usó el suyo para
esos fines. De lo que sí estoy
segura es que en mi memoria está registrado Pablo el cochero, un señor de edad
que vestía un saco gris y un sombrero negro que de tanto usarlo hacía
combinación con el saco. Vivía en la calle Isabel de Torres, más arriba del
mercado nuevo.
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Xiomarita Pérez
Columna Folcloreando
Publicada en Listín Diario el 7-05-2014
Luego lo hacía mi madre. Ya iniciando el proceso no se podía dejar de mover y tenía que ser con una paleta de madera. Cuando comenzaba a cuajar no podíamos ponerle temas de conversación, era bate que bate. Si en una movida de esa mamá hacía una “malasangre”, el dulce no cuajaba y se dañaba, y ya se pueden imaginar la amargura que pasaba. Eso sí, la “paila” o caldero, que era de cobre, no sé por qué, nos la rifábamos.
En la dulcería artesanal de Muma y Chicha |
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Xiomarita Pérez
Columna Folcloreando
Publicada en Listín Diario el 7-05-2014
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